Entre la poesía y la geometría
Entre los años 40 y 50 del siglo XX un grupo de pintores estadounidenses (Mark Rothko, Kenneth Noland, Barnett Newman y otros) asumieron el desafío de depurar al color de toda referencia figurativa o mística enunciando -en palabras de Frank Stella- que “lo que ves es lo que ves”.
En esta tradición se inscribe la obra de Andrea Fried que comenzó la serie que aquí vemos pintando barras verticales con una paleta que incluye desde colores pasteles hasta fluo. De a poco aquellas barras fueron atravesadas por diagonales y luego curvas que hicieron mucho más dinámico el campo de color. Con una geometría estricta Andrea logra que el color puro, salido del pomo prácticamente sin mezcla, logre efectos poéticos, empezando por el uso de la sinécdoque, es decir, la parte por el todo, tal como se ve en esa trilogía de obras donde una es el detalle ampliado de la otra, como una visión microscópica o telescópica. Cada una de sus composiciones podría ampliarse al infinito porque infinito es el reino del color, y cada uno de ellos remite a un mundo poético capaz de apasionar como lo hacía Jorge Luis Borges cuando escribía: “el cielo tenía el color rosado de la encía de los leopardos” (en Las ruinas circulares), o “los ojos eran de ese azul desganado que los ingleses llaman gris” (en El guerrero y la cautiva). Quizá el logro mayor de la pintura de Andrea sea haber sintetizado la libertad infinita de la poesía con la precisión de la geometría en una cartografía elegante y serena.
Julio Sánchez Baroni